Yo quiero ser presidente

Indira Kempis

No he conocido a alguien valiente capaz de levantar la mano. Ni siquiera en los sueños de los niños como en aquella canción original de Miguel Mateos, “¿qué vas a ser cuando seas grande?” He hecho esta pregunta en algunas zonas de mayor conflicto y violencia del norte del país, la respuesta no dista mucho del narcotráfico y no es alentadora. Pocos son los que quisieran estudiar una carrera y menos aquellos que pudieran dirigir su imaginación de residir en Los Pinos.

Hablar de ser Presidente o Presidenta resulta casi un tema tabú, más lo segundo que lo primero. Sobre todo para una generación, la que me antecede, acostumbrada a que ese puesto era producto de la política y la asignación de quienes así lo querían, ¿quién podría abiertamente afirmar: “yo quiero ser Presidente”? Hasta la fecha sigue levantando sospechas, dudas, desconfianza, aquel que se atreva a hacer tal pronunciamiento público.  Actualmente, una vez que sucede, comienza lo que denominan la “carrera presidencial”, competencia que ante los fraudes electorales en distintos distritos, a veces resulta decepcionante y absurda.

El maquillaje

El objeto del deseo se convierte para algunos en la obsesión más poderosa. En el año 2000 se descubrió que la competencia tenía posibilidades de cambiar al poder en turno (el de los largos 70 años). Entonces, Vicente Fox, armó un equipo de estrategia. Recuerdo que nunca antes había escuchado el término “comunicación política”. Y, sin embargo, por primera vez los canales de televisión y radio, los periódicos y la recién estrenada (popularmente) Internet, se llenaban del “México ¡Ya!”

La gente se contagiaba de la música de fondo, de los comerciales, los lemas, el “víboras prietas”. Los candidatos por fin salían con personajes cómicos del duopolio televiso, es más, reían, ¿cuándo se había visto que un candidato a la Presidencia soltara carcajada ante una broma sobre su propia persona?

Eso, en mi adolescencia, me sorprendía. También los comentarios que se generaban alrededor de cada candidato. Desde sus relaciones de poder y sus vidas familiares. Conocimos hasta la cocina mediante ese gran exhibidor de los medios de comunicación

Ser presidente se convirtió en una especie de artista. Ya no eran los candidatos puestos previamente, el que todo mundo sabía que ganaría a menos que algo grave pasara o se saliera el plan de las manos, tampoco las opciones acartonadas de quienes no compartían con el “pueblo” su vida, sus emociones y preocupaciones. Por tanto, paseaban por el país entre las mejores comidas, ropa de ocasión, regalos, dando autógrafos… Lo he escrito antes: como los artistas. Ahí, el maquillaje de las campañas hizo que la aspiración de ser Presidente se idealizara, como figura y como seguidores de la figura.

 

El espejo

Pero tuvimos que mirarnos al espejo y encontrar que lo aspiracional de ser Presidente no podía ser tanto si no había sapiencia, intelecto, estrategia, alto sentido de responsabilidad, justicia y ética. Que sin eso, los reflectores, el maquillaje, los retoques en photoshop no se ocultarían los intereses políticos, el enriquecimiento ilícito e, inclusive, la familia imperfecta de La Jefa como el título del libro que escribió la periodista argentina, Olga Wornat.

La campaña mediática, bajo la dirección de Santiago Pando, no quedó más que como ejemplo para las clases de la nueva comunicación política. Porque de ahí en adelante, la carrera por la presidencia no fue más que la misma de siempre, sólo que ahora destapada como en la mejor producción de los reality shows.

Para el 2006, entendimos que el “dedazo” no era tan exclusivo de un solo partido, que en los demás se cocina la misma receta.  Felipe Calderón se enfrentó al Presidente, Andrés Manuel López Obrador a sus oponentes, Roberto Madrazo se impuso ante su partido con una alianza, Patricia Mercado desafió a la sociedad conservadora mexicana y Roberto Campa siguió el juego de Elba Esther Gordillo. Los candidatos se aparecían en las calles, en las mesas, en las oficinas, como sombras pesadas sobre nosotros.

“De los 5 que tenía, ya nada más me quedan 2”, es una canción popular de juego. Así sucedió. El País se partió a la mitad por sus candidatos. Uno de 43 años, el otro de 52. Uno que había sido Secretario de Energía y el otro Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, uno autodenominándose el presidente del empleo, el otro, defensor de los pobres. Los dos queriendo llegar a Los Pinos y ninguno ganó la gubernatura de sus estados de origen. Recuerdo lo que escribía la profesora Denise Dresser en un discurso frente a empresarios: “Por primera vez la elección presidencial se plantea como una opción contundente, como una disyuntiva entre un modelo y otro, como un debate ideológico entre candidatos con mapas mentales opuestos y perfiles ideológicos disímiles, como una confrontación entre modelos alternativos de pensar en la economía y en la política”. El país: dividido.

Para las 6 de la tarde de ese 6 de julio, mi correo electrónico se había llenado de confianza y miedo. Incertidumbre ante la duda de si el trabajo limpio y sucio había funcionado para los 5 contendientes. AMLO, a las 18:57 horas, contaba con el 36.71% contra 34.65% de Calderón en el 79.21 % de las casillas computadas de los 300 Distritos Electorales del país. Sin embargo, a la mañana siguiente los periódicos se llenaron de anuncios felicitando a Felipe Calderón.

La transparencia de la elección, poniéndose en duda por diversas irregularidades, hizo a muchos salir a la calle para exigir el recuento de los votos. Se había rebasado también el marco legal del proceso electoral. Sin embargo, pese a la gravedad de la situación y los fuertes cuestionamientos, no se logró, dejando a las instituciones en la materia distantes de la confianza  ciudadana.

La obsesión por ser Presidente y por ejercer la Presidencia, embistió a los dos contendientes de la histórica elección del 2006. A uno lo llevó a inaugurar la legitimidad de la Presidencia con un gobierno independiente. Al otro lo llevó a inaugurar la legitimidad de la Presidencia con una estrategia contra el narcotráfico. Lo que ha hecho la obsesión de esa silla que como imán atrae todas las fortalezas de un hombre, pero también todas las debilidades. Tanto que quien no la tiene se la inventa y quien se sienta en ella, se la inventa, también.

Todo el poder

“El tiempo no tiene misericordia. Una vez que el presente quedó atrás, nada podemos hacer para cambiar los hechos consumados o las palabras proferidas. Los errores del ayer no admiten enmiendas, sólo disculpas y arrepentimientos. Los sucesos de la historia no se pueden modificar pero sí se pueden reescribir. Al mirar el pasado con una luz distinta podemos cambiar el futuro”, así escribía Juan Pardinas en su columna del periódico Reforma, el 1 de octubre de 2006. Es probable que haya sido reflejo de quienes nos sentimos cansados de ver las divisiones profundas que existían desde antes del proceso electoral, pero que se destaparon en una carrera por el poder presidencial.

Pocos han entendido que el Presidente dejó de ser alguien superior, digno de sumisión y de las banquetas recién pintadas para que pase por las calles, tan sólo rebasado por la capacidad que por Ley se le confiere al Poder Ejecutivo. La escena, no obstante, se ha convertido en una competencia casi dramática. La eterna pelea por las candidaturas, los presupuestos siempre exorbitantes, la rivalidad mediática que desencadena actitudes fanáticas más que responsables en la ciudadanía, la “guerra sucia”, la falta de reglas y su cumplimiento para los procesos electorales dignos de un país que se dice democrático. Así podríamos seguir con la lista, ¿quiere usted ser Presidente? “No, gracias”, estoy segura que respondería más de uno.

Porque además, tal como comencé este escrito, actualmente, hay cada vez más jóvenes, niñas y niños que aspiran a todo, menos a ser Presidente o Presidenta de este país. Es probable que quienes quisieran ni siquiera tengan las oportunidades para serlo porque los sueños inconclusos tan repletos de desesperanza se recuestan en una realidad que nos tiene rebasados por donde lo veamos. Qué importa que el Presidente hoy salga en la revista de los altos círculos sociales si no ha asumido el poder de lograr cambios. Qué importa que el Presidente pretenda hacer cambios si una AK-47 y quinientos pesos hace menos pesado el camino de los pobres.  Qué importa ser Presidente en un país que, aunque necesitado de transformadores, está pasando por un “¡sálvese quien pueda!”.

Nadie nos enseñó cómo ser Presidente o Presidenta, la página que sigue de este libro de historia llamado México está de nuevo en jaque, a tientas de miedo por lo que pueda suceder. Porque no es que llegue el PRI otra vez o el PAN o el gobierno legítimo. La herida social que tenemos es más profunda de lo que imaginamos, rebasa todas las filias partidistas y las ansías de poder político.

La carrera por la silla presidencial, la que sigue, necesitará una competencia justa, campañas que demuestren madurez y compromiso más que mentiras y promesas que ya sabemos serán incumplidas, candidatos y candidatas éticamente responsables de sus entornos inmediatos y sus de trabajo que vean su liderazgo como uno compartido más allá de sus partidos políticos.

La contienda necesita una agenda pública en donde lo urgente sea de una vez por todas importante y que lo importante sea de una vez por todas urgente.  Que se sirva al pueblo porque el pueblo está agotado de Presidentes wannabe en un país que no crecerá sólo con buenas intenciones. Exigirnos, a nosotros y al futuro Presidente o Presidenta, una búsqueda por la justicia, la libertad y la honestidad que todos hemos perdido. Este futuro inmediato necesita no de una figura presidencial, sino del timón del barco y de una ciudadanía dispuesta a dirigir los propios veleros la de sus “naciones cotidianas” entiéndase éstas como familia, empresa, trabajo, vecindad, comunidad, barrio. Es hora de tomar las riendas cada Presidente, cada Presidenta ¿Quiere serlo? Yo sí.

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