La desigualdad a bocados: entre el acceso y la calidad de la alimentación

Indira Kempis

Recuerdo algunos consejos de mi abuela para mantener una salud impecable. Decía que “la salud entra por la boca”, lo que significa que todo lo que comemos resulta vital para el buen funcionamiento de nuestro cuerpo. Nuestro sistema inmunológico, el óseo, el digestivo, cada uno de ellos responde a la alimentación.

Actualmente, ante el descubrimiento de nuevas enfermedades, las recientes tecnologías de los alimentos y el incremento de la obesidad por la vida sedentaria, el tema se ha vuelto estructural en la agenda pública, pero hay algo más a discusión, ¿tenemos acceso por igual a la alimentación? Mientras miles de personas en el mundo se ponen a dieta cada lunes, al menos en nuestro país, el incremento del precio de los alimentos que ha sido del 21.2 por cierto en los últimos tres años, según el Banco de México, y que, por tanto, esto representa el ingreso de 37 millones de mexicanos en la pobreza alimentaria, lo que significa una quinta parte de la población del país que carece de los recursos para comprar la canasta básica.

Pero también cabe otra pregunta, los que sí tienen para acceder a los alimentos, ¿sabemos qué es lo que entra a nuestro organismo? Según el sitio de internet argentino alimentación-sana.com, es en los países más desarrollados donde se comete el mayor número de delitos contra la salud pública. En Estados Unidos, por ejemplo, 60 millones de personas son atendidas cada año en urgencias con síntomas claros de intoxicación alimentaria: diarreas incontenibles, dolores y calambres abdominales, náuseas, vómitos, sudoración. Para el Centro de Prevención y Control de Enfermedades (CDC), los alimentos adulterados o en malas condiciones son la causa de 9.000 fallecimientos anuales.

Estos dos puntos ameritan la reflexión en tres tiempos.

I. ¿Con qué se come?

La pregunta es literal aunque las cifras parezcan tan aterradoras e inconcebibles para la imaginación como frías estadísticas sacadas de un anaquel de escritorio, porque quizá usted que pueda leer esto se ha preguntado muchos lunes si esta vez comenzará la dieta, pero no si familias completas en el país tienen el mínimo alimento para ese lunes.

La seguridad alimentaria implica, de acuerdo con Maxwell y Frankenberger (1993): “El acceso seguro y permanente de hogares a alimentos suficientes en calidad y en cantidad para una vida sana y activa”. Mientras que la FAO (Food and Agriculture Organization) afirma que “Existe cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimentarias”. Las dos definiciones giran sobre los mismos puntos: a) acceso y b) calidad.

El acceso está determinado por factores que dependen de la macroeconomía de un país pero también de sus condiciones socioculturales. Si bien es cierto que la producción es determinante para que exista oferta que permita la demanda respectiva porque los recursos naturales son la fuente de los alimentos y constituyen la base no sólo de su consumo sino de las actividades que generan los ingresos, también lo son algunos otros que tienen que ver con aspectos socioculturales de un país y que afectan de manera directa a esos procesos.

Uno de ellos tiene está directamente relacionado con la administración de los recursos en los hogares. Los mexicanos, decía un buen maestro de Economía de la universidad, estamos hechos como para que no nos sobre ni un peso de lo que traemos en los bolsillos ni invertir ni ahorrar, tan sólo gastar. Peso que traemos, peso que nos urge gastarlo en lo que sea. Esta observación aunque parece obvia, tiene implicaciones de comportamiento complejos y que acompañan a las limitantes para el acceso.

¿Por qué? Pensemos que, abriendo la caja de pandora social, que esa administración va de la mano con el exceso de industrialización de los alimentos que ha tenido un impacto directo en nuestra dieta. Si antes ese peso que se ganaba era para destinarlo para comprar leche, frijoles o tortillas, ahora se piensa en pastelitos, refrescos o papas fritas, que además de ser de precios menores a los primeros, tienen azúcar, sal, harina, gas, colorantes que son atractivas para el paladar y además… Rápidas.

Sí, ese es el siguiente factor. Tomar en cuenta que en países latinoamericanos cada vez más hay hogares en donde los dos padres de familia trabajan o sí sólo lo hace el padre o la madre. Investigaciones recientes demuestran que esto tiene una estrecha relación en la cantidad, como en la calidad. Las condiciones laborales actuales, ni en el campo ni en la ciudad –eso sin tomar en cuenta las migraciones a otros países- no permiten que haya alimentos preparados en casa. Los obreros que pasan horas en las jornadas de trabajo, además de ganar sueldos ínfimos, tienen que adaptarse a hábitos alimenticios que no impliquen mayor complejidad que la de abrir un sobre o una lata. Trasladarse a casa para ir a comer como se solía hacer en otros tiempos, es impensable por los largos recorridos que se tienen que hacer.

De acuerdo con un trabajo de investigación realizado por la doctora Paulina L. Dehollai, especialista en nutrición de la Universidad Simón Bolívar de Venezuela, la política de precios influye directamente en la accesibilidad en la medida en que se asegure la alimentación de los hogares pobres que regularmente en algunos países uno o dos alimentos básicos representan el 40 al 60 por ciento de los gastos, ¿repetimos la pregunta del subtítulo?

I. Bufete todo incluido

La abuela dice que es tan importante la alimentación como el estado mental y emocional al momento de comer. Dar un espacio importante a las comidas para que resulten placenteras. “No importa que sean frijoles, pero con tranquilidad”, lo recuerdo muy bien. Y, conforme más leo sobre la relación de la alimentación con la salud, su sabiduría resulta coherente. De nada sirve un manjar si va acompañado de preocupaciones.

Aquí la otra cara de la moneda o la parte de la calidad de alimentación. Las nuevas tecnologías de transformación de los alimentos están fomentando la inmediatez. Entonces, aparecen los menús de las comidas rápidas. Que además, tampoco es que sean tan accesibles. A veces sólo por el hecho de estar en un lugar implica gastar mucho más del costo que tendría el hacerse uno mismo una taza de café, unos huevos revueltos o un jugo de naranja.

De un tiempo para acá, la refrigeración, los medicamentos para el crecimiento rápido de vegetales y animales, la invención de colorantes y esencias, nos venden un modus vivendi y un estatus, mas no alimentos. Que, por supuesto, fomentan esa rapidez de una vida cotidiana a contra reloj. En donde la tranquilidad, la calma, el placer por comer, son aspectos casi nada relevantes, incluso, hay algunos que convierten los restaurantes o cafeterías en oficinas-comedor, ¿se puede comer y trabajar al mismo tiempo? La industria de los alimentos lo pondría entre signos de afirmativos de exclamación.

Las invenciones y conceptos de la industria alimentaria deberían ser sólo un medio para facilitar el ritmo de las agendas de quienes acceden a la alimentación, pero no un estilo de vida que adoptar que además a la larga puede crear focos de insalubridad. Los avances de la investigación médica han demostrado con mayor énfasis los efectos que causa la comida procesada en el organismo. Las noticias en ese rubro no son positivas.  Los comensales estamos expuestos a las adulteraciones y experimentaciones no sólo en los procesos de producción sino también en esa insaciable comercialización de los alimentos.

De ahí que algunos de los más destacados nutricionistas recomienden alejar de la mesa todo aquel contenido “nutricional” que implique aditivos, bacterias, hormonas, metales pesados o transgénicos. Encontrados, normalmente, en las harinas y aceites refinados, la azúcar sintética y los productos enlatados, como ejemplos.

El slow food y los alimentos orgánicos han salido a contrarrestar a la economía y la sociología del fast food,  tomando como filosofía el conocimiento y placer de los alimentos que se fusionan con un estilo de vida lento que va desde la producción hasta el consumo. Sin embargo, sólo una minoría los ha adoptado y acceder a esto es difícil por los elevados costos de la producción orgánica, incluso se ha instalado en los grupos de poder adquisitivo más elevados. Por el momento, el banquete está servido, es responsabilidad de cada individuo decidir la calidad de sus alimentos.

II. El postre

La pobreza alimentaria (acceso y calidad de la alimentación) de un país debería ser tema en la agenda y gestión de las políticas públicas, si bien en su producción, también en su consumo y los factores socioculturales alrededor de estas dos cosas que, de acuerdo a los investigadores y organizaciones internacionales relacionadas con el tema, dependerá la salud de los habitantes de un país. Por tanto, están relacionadas directamente no sólo en su productividad, sino en la calidad su calidad de vida. Un país sin alimentos, obeso y enfermo es indeseable.

La pobreza alimentaria debe atenderse con instrumentos que permitan la movilidad social, no sólo la alimentación de los más pobres. Porque este no es un asunto de repartir despensas con la canasta básica cada vez que se cambia de gobierno. La tarea es de establecer programas que permitan la educación, la capacitación laboral y las oportunidades para obtener los ingresos necesarios que vayan más allá de la subsistencia.

Pero la otra parte de la pobreza alimentaria, requiere de la reglamentación y seguimiento a los productores y comercializadores de los alimentos, tanto como una educación que permita a los consumidores a tener una elección que permita nuestra salud física a partir de lo ingerimos. La cereza en este pastel no es más que una responsabilidad ética de los individuos, las empresas y el gobierno que, en realidad, más que postre, debería ser el plato fuerte.

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