Vacas flacas

José Leal

“Que linda es la abundancia, mi amigo, lástima que se a tan cara”

Tin-Tan.

El Edén perdido descrito por el libro del Génesis es, posiblemente, testimonio de un profundo cambio climático; el más antiguo que la humanidad recuerde. Se sabe por registros fósiles y geológicos que hace no más de 20 mil años, en la región septentrional del continente africano donde actualmente reina inapelable la aridez del Sahara, se localizaba una de las zonas lacustres más extensas que han existido en la Tierra. Se han encontrado, por ejemplo, huesos de peces y cetáceos enterrados bajo las arenas del desierto, además de todo tipo de conchas y otros fósiles acuáticos. También se conocen petroglifos y pinturas rupestres en las que nuestros ancestros inmortalizaron su hoy fantasmal experiencia: paisajes exuberantes, denso follaje y, sobre todo, agua en abundancia. Vestigios de asentamientos humanos bordean las ahora extintas costas pesqueras, una vez ricas en alimento y agua; poblados elementales donde florecían las primeras sociedades semi-sedentarias de que se tenga conocimiento.

Al concluir la última era glaciar el planeta sufrió en efecto cambios climáticos de gran importancia. Mientras los grandes mantos de hielo se retiraban el norte de Europa -tal vez en tan solo tres o cuatro generaciones (unos 100 años)- los grupos nómades del paleolítico superior atestiguaron la desaparición de aquellas selvas norafricanas; la flora y fauna que aseguraban el abasto de las necesidades humanas se perdía irremediablemente, impulsando copiosas migraciones hacia los grandes ríos del noreste -Tigris, Éufrates y Nilo- rumbo un futuro agrario y, eventualmente, urbano. Suponemos que ante los ojos del ancestro “salvaje” semejante transformación sólo podría explicarse como la ira de los dioses. La paranoia humana habría encontrado cómo culparse de un cambio climático fortuito: los míticos paraísos perdidos referidos por las culturas de Oriente Medio serían, de tal suerte, una interpretación errónea de la inexplicable desecación de clima, no como la causa de la revolución agrícola (el secreto de la ciencia robado a los envidiosos creadores), sino como consecuencia de ésta. No se inventó la agricultura para superar el nomadismo “obsoleto” como puede parecer, sino en adaptación a un severo cambio del clima que hizo imposible mantener la existencia pasada, sin duda idílica en muchos aspectos. El paraíso perdido habría sido la era climática que precedió a la civilización, hace al menos 12 mil años, no un lugar geográfico errante o un reino inmaterial a donde van las almas piadosas.

Durante la revolución agraria los cultos por la fertilidad desplazan a la zoolatría del nomadismo y se observa frecuentemente la matrilocación como norma en el establecimiento de nuevas las familias. La religión se impregna de carácter femenino y aparecen las primeras diosas universales. Entre ellas, no son madres o vírgenes las más populares, sino “aquellas que promueven el ayuntamiento.”[1] Afrodita, Innana, Astaré, Venus, mujeres más bien voluptuosas y francamente polígamas. La sociedad humana tiene ahora una relación diferente con la tierra, una que debe ser refrendada periódicamente mediante rituales y ensalmos en un ambiente en que las mujeres “guardan el secreto para la abundancia de las cosechas.”[2] Con la aparición de la agricultura también se intensifican los sacrificios humanos de expiación, sobre todo como reacción ante, brotes epidémicos y enfermedades hereditarias. La esclavitud y el monoteísmo son otras consecuencias colaterales de la nueva forma de vida agraria. A ojos modernos la agricultura puede parecer un avance técnico y social hacia la “civilización,” pero como explican los antropólogos David Lewis Williams y David Pearse, la domesticación de plantas y animales podría ser en realidad el primer “gran error de la humanidad.”[3] Argumentan que, a pesar de las ventajas que supone la creación grandes inventarios de granos para consumo futuro, han sido éstas técnicas de producción de riqueza causantes también, en no pocas ocasiones, de la degradación del medio ambiente, subsecuentes hambrunas y hasta monumentales colapsos civilizatorios.

A principios del siglo XVIII se patenta la primera bomba de agua impulsada por vapor que hace posible el desagüe continuo y acelerado de minas, así como el riego de grandes áreas de cultivo. Con ello la agricultura y las nacientes industrias entran en una vigorosa faceta caracterizada por tecnología, productividad y expansión colonial. Para 1795, James Watt ha perfeccionado la máquina de vapor con lo que revoluciona el transporte marítimo y ferroviario. En 1850 se perfora en Pensilvana el primer pozo petrolero y nace una nueva era basada en la energía fósil, barata y aparentemente inagotable. Desde entonces -y junto con la criminalización del aborto durante los conservadurismos europeos del siglo XIX- la industrialización del petróleo ha servido de impulso a la tristemente célebre explosión demográfica que caracteriza a nuestros tiempos: la hyperdemografía concebida por Thomas Malthus desde 1798 y denunciada con evidencia científica irrefutable por el venerable Club de Roma hace sólo unas décadas. Así la humanidad, que contaba con unos mil millones de individuos hacia mediados del siglo antepasado, ha crecido a más de 7 mil millones en la actualidad.

La carrera petroquímica protagonizada por Dow Chemical, BASF, E.I. Dupont y otras grandes firmas desde finales del siglo XIX abrió una caja de Pandora de la que continúan brotando materiales, pesticidas, fertilizantes y toda clase de aditivos diseñados para maximizar la productividad de las tierras, un amplio repertorio de  trucos  que ha multiplicando en magnitud similar los rendimientos y los riesgos del sistema alimentario mundial, frágil y dependiente como nunca de los menguantes recursos petroleros. Por ello el inminente declive de la producción de hidrocarburos no debe ser ignorado por nadie. A los posibles efectos del cambio climático se sumarán los de una crisis energética que podría tener consecuencias catastróficas para la producción alimentaria mundial: todas las fuentes de energía renovable combinadas no parecen capaces de abastecer las demandas de la población creciente y su economía expansiva.

Escasez y tensión social van de la mano. Túnez, Egipto, Grecia, España, México, Estados Unidos: todos cuentan en común el creciente descontento por las alzas de los precios en alimentos y energía que azotan a los mercados desde hace ya varios años. Inflación y desabasto, fantasmas que el neoliberalismo creía haber erradicado, vuelven a rondar las calles de un mundo que no puede, o no quiere ver la realidad: en el siglo XXI petroquímica y biotecnología no serán suficientes para aplacar el apetito mundial. Sólo el impulso decidido de energías alternas puede garantizar la seguridad alimentaria de las naciones en un mundo cada vez más incierto. Pero éste contexto debe ser visto y aceptado, no con pesimismo o resignación, sino como el escenario para grandes oportunidades. Países como México están a tiempo aun de aprovechar con sabiduría sus remanentes petroleros en auspicio de una posible Revolución Energética, indispensable para sustentar las necesidades alimentarias de futuras generaciones.


[1] “Rameras y esposas” / Antonio Escohotado. Anagrama 2003.

[2] “Historia general del las drogas” / Antonio Escotado. Espasa 1998.

[3] “Dentro de la mente neolítica” / David Lewis Williams & David Pearse. Akal 2008.

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