Indira Kempis
Hay muchas maneras de matar. Pueden meterte un cuchillo en el vientre, quitarte el pan, no curarte una enfermedad, meterte en una mala vivienda, empujarte al suicidio, torturarte hasta la muerte por medio del trabajo, llevarte a la guerra, etcétera. Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro Estado.
Las letras del poeta y dramaturgo alemán Bertolt Bretch no distan de ser tan vigentes como en los ecos de las críticas a la Primera Guerra Mundial. Nuestro país, actualmente, es uno de los focos rojos a nivel internacional por el incremento diario de las estadísticas de la violencia, la delincuencia y el crimen organizado. Mucho se ha escrito sobre las causas de la situación que nos tiene intranquilos y con el futuro incierto. La mayoría se ha centrado en establecer la relación del narcotráfico con la corrupción en las esferas del poder, una estrategia para legitimar la presidencia, o bien, la tan aclamada crisis de valores.
Probablemente, todas las respuestas quepan en el caleidoscopio multifactorial del problema. Sin embargo, poco se ha comentado de esas otras armas que sin ser tener un número de serie, han propiciado sociedades, que como caldo de cultivo perfecto, son productoras de niños y jóvenes que entran a las actividades delictivas, de ciudadanos que viven en el silencio de lo que sucede en su entorno, de políticos sin voluntad y empresarios a sueldo.
La relación pobreza-narcotráfico a veces parece evidente con el simple hecho de colocar a la pobreza como una de las piezas del rompecabezas. No obstante, esta relación es más profunda de lo que imaginamos o lo que aparentan en las estadísticas o de esa clasificación que se ha hecho por parte de la Secretaría de Desarrollo Social: la pobreza alimentaria, la patrimonial y la de capacidades.
La relación pobreza-narcotráfico en los ojos de la realidad mexicana se ha convertido en EL factor de riesgo latente, en el negocio de los pobres, la fuerza de trabajo del narcotráfico y lo que nos adolece a todos y todas: los peores escenarios para la nota roja del día siguiente.
Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata…
Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la
prensa local, así describía a los pobres el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Sin embargo, aunque no lo queremos ver, “no son cifras, tienen nombre”, tal como un grupo de activistas y defensores de derechos humanos, a nivel nacional, (@contingenteMX) le han puesto a su campaña de hacer visibles a las víctimas.
El Blog del Narco es un sitio especializado en el narcotráfico que se ha convertido en fuente de consulta. Basta un botón para ver un video de descuartizados, persecuciones, enfrentamientos. Fotografías de descabezados, narcomensajes, radiografías de sangre. El periódico y la televisión también se han convertido en la muerte al portador. Esa clase de muerte que se ha convertido en “estrella” porque también vende. En ella sus actores son diversos. Hay quienes afirman que diversos nombres y apellidos en todos los niveles del gobierno y en el mundo empresarial, están coludidos. Hay quienes se atreven a denunciar a militares y policías implicados en estos crímenes. También existe el señalamiento de responsabilidades a los Ministerios Públicos, el Poder Judicial, los Jueces. Todo apunta hacia la incertidumbre, porque de todas esas impugnaciones, pocas son las que pueden comprobarse.
Lo que es un hecho son los más de 50 mil muertos, según datos oficiales de Presidencia, que se lleva en esta estrategia de “lucha contra el narcotráfico”. Ese blog como muchos otros sitios, las redes sociales virtuales, así como otros medios de alternativos de comunicación están registrando casos alarmantes no sólo de muertos, también de masacres y desapariciones forzadas, ¿por qué no alcanzan el aparador mediático o la agenda pública de los gobiernos?, ¿por qué no se habla de los 101 casos de desaparición forzada que tiene documentados la organización Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC)?
De acuerdo con Ángel Plascencia, periodista para Reporte Índigo, en su reportaje Desapariciones Forzadas, afirma: El procurador Adrián de la Garza minimiza el problema al indicar que el 99 por ciento de los desaparecidos en la ciudad están vinculados al crimen organizado. Y se acabó. Con esta actitud se explica la queja más recurrente de familiares de víctimas que acuden a presentar una denuncia ante la Procuraduría: tratan como irrelevante la pérdida de su familiar y en muchos casos -principalmente si es joven- lo criminalizan. Lamentablemente, no hay respuestas, CADHAC estima existen más de mil casos de desaparición forzada en el estado. A pesar de eso, en Nuevo León todavía no existe la tipificación del delito y ni siquiera estadísticas oficiales.
Esta situación es desesperante para las familias afectadas. Sus casos han sacado a la luz una realidad dolorosa: familias que no sólo comienzan una búsqueda de justicia sin cejar a pesar de lo que esto significa ante las amenazas y la estigmatización de los vecinos (el que se les juzgue socialmente por aparentemente estar “involucrados”). También se insertan a las filas de la pobreza si no es que en ella ya estaban. La desaparición de un familiar implica quedarse en algunos casos sin el sostén de la casa. Solventar los gastos básicos ha implicado para algunas de estas familias, un camino de deudas, de renuncias al trabajo, de años escolares sin cumplir, entre otras complicadas situaciones económicas. Así lo señala doña Maximina Hernández, quien ha hecho público el caso de su hijo: Se presentó formal denuncia ante el Ministerio Público, pero el trabajo de investigación no se realiza ni avanza y por tanto no hay resultados. Desde el día de su desaparición busco a mi hijo y continuaré hasta encontrarlo. Mi hija mayor, que ahora cuenta con apenas 13 años de edad, se hace cargo de sus hermanos menores cada vez que yo debo dedicarme a la causa de encontrar a Ever. Nuestros recursos económicos son escasos, pero nuestra voluntad de encontrarlo nos alcanza.
Atrapada está la ciudadanía en esas cuentas no claras sobre las investigaciones, sus resultados, los culpables, menos los castigos. Aquí en donde parece que para las autoridades todos y todas tenemos alguna “necesidad” de ser criminales. Pero lo peor no es solamente eso. Esto va acompañado de prejuicios sociales en donde los que son pobres se llevan la peor parte, la del castigo social que como bien apunta Ángel Plasencia, los criminaliza de inmediato sin pruebas.
Sanjuana Martínez, periodista de La Jornada, en su libro La Frontera del Narco, escribe una de estas historias que ya parecen cuentos para quedarse en la memoria colectiva o en el olvido selectivo:
A punta de cuernos de chivo mataron a 21 en el famoso antro Sabino Gordo “¡Se los va a cargar la chingada, cabrones!”, gritaron los gatilleros al llegar. Eran ocho hombres a cara descubierta. Eran las 10 de la noche y la banda tocaba con ambiente guapachón (… ). Los asesinos fueron eligiendo clientes, músicos y damas de compañía para ordenarles que salieran del lugar. Luego formaron a algunos clientes, meseros, cantineros y vigilantes. Los pusieron en la pared y empezaron a disparar a corta distancia. Fusilados. En cinco minutos cayó un centenar de balas. La sangre fluyó. Al salir, dispararon a un vendedor de hot dogs y a un taxista. Ambos estaban en la esquina sin deberla ni temerla.
(…) Los Zetas se deslindaron del asesinato masivo colocando sendas mantas en distintos puntos de la ciudad. El mensaje fue enviado. Y para restar importancia a la masacre, las autoridades se apresuraron a decir que los muertos “no eran gente de bien”. Las buenas conciencias de esta ciudad no deben sentirse ofendidas. La gente de bien no acude a estos tugurios, mucho menos trabaja en ellos”.
No ser “gente bien” se ha vuelto la excusa perfecta para justificar el asesinato de los pobres del “Sabino Gordo” por los que ni siquiera hay que iniciar una revuelta. Eran pobres. Nombres y apellidos comunes. Eran pobres. Según , el periodista Javier Estrada, corresponsal de CNN en Nuevo León “15,000 nuevos pobres se incorporaron a las estadísticas entre 2008 y 2010 en el estado industrial de Nuevo León, la tercera entidad de México que más aporta al Producto Interno Bruto (PIB), con alrededor del 8%. La falta de oportunidades, ingresos o acceso a la seguridad social son los principales factores de ese incremento”.
Los pobres se han vuelto el blanco fácil del narcotráfico como de las autoridades que trabajan para el crimen organizado, también. Javier Estrada explica que las zonas del sur del estado de Nuevo León son las más afectadas por la pobreza. Carmen Farías de Zihuame Mochilla (organización dedicada a promover los derechos de los indígenas en Nuevo León) le comenta en entrevista que los indígenas migrantes son afectados, principalmente, por la pobreza patrimonial o por carecer de seguridad social. No sólo eso, la inseguridad los ha alcanzado.
No puede haber coincidencia cuando nos remitimos a lo sucedido el 13 de mayo de este año, fecha en la que 5 familiares de la comunidad otomí fueron asesinados presuntamente a manos de la delincuencia organizada. En un principio, como ha pasado en la mayoría de los asesinatos –incluyendo el de los estudiantes del Tecnológico de Monterrey-, las autoridades mencionaron que las 5 víctimas pertenecían al crimen organizado. Aclarado, posteriormente, se supo que se trataba de 5 hombres indígenas dedicados a la albañilería, hombres de trabajo comprometidos con sus responsabilidades familiares y comunitarias. Nada más. Pero el daño moral ya estaba hecho en las rotativas: criminales sin nombre.
La discriminación a los indígenas, en un estado que según la Encuesta Nacional de Discriminación elaborada por la CONAPRED (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación) es la entidad que resultó con los mayores niveles de segregación por color de piel –entre otros-, se suma a la pobreza o la muerte impune, o al revés: la pobreza y la muerte impune se suma a la discriminación de los “nadie”.
Shadow economy: uno a veces…
Uno, a veces desearía morir. Pero en algunos lugares ya no hay sitio a causa de tanta muerte, es la poesía de Paco Roda, ¿dónde se puede desear morir?
Yo me sentí como una loca. Me decían: “Mira que eres una malagradecida y miserable”. Ellos me sacaron de la pobreza en Venezuela y así les pagaba con mis berrinches. Y yo pensaba, ¿estaré loca? A mí no me gusta eso de que me hagan sexo a la fuerza, a veces me dan asco, estoy cansada, huelen mal. No me gustan los borrachos. “Si esto es un trabajo como cualquiera”, me decía la señora que cuidaba la mansión. Yo nomás quería bailar y ya. Yo no sé si una está loca porque no le gusta obedecer.
Es la narración de Arely de diecinueve años escrita por la defensora de derechos humanos, Lydia Cacho, en su libro Esclavas del poder. Un viaje al corazón de la trata sexual de mujeres y niñas en el mundo. Arely “trabajaba” –como le hicieron creer- en una mansión en San Pedro Garza García, Nuevo León. En un viaje a Cancún, estando en la cárcel municipal, el equipo del CIAM (Centro Integral de Apoyo a la Mujer), la rescató. Lydia Cacho relata el diagnóstico de los psicólogos sobre cómo encontraron a la joven:
Supimos que Arely no estaba loca. Ella, como miles de mujeres víctimas de la violencia y la trata para la explotación sexual, mostraba desesperación ante una situación enloquecedora. Los dueños de los centros nocturnos de Monterrey la mandaron a trabajar a la plaza de Cancún. Ella ansiaba alejarse de esa forma de esclavitud y sabía que intentarlo podía costarle la vida, y sin embargo, lo hizo. Pasó dos días en que vomitaba lo que comía; estábamos casi seguras de que la habían inducido a la adicción de algún tipo de droga, ella decía que no, sin embargo, tenía los síntomas de abstinencia. Luego pudimos entender que los síntomas que mostraba no estaban relacionados con una adicción, sino con la abrumadora realidad de la forma de victimización, aunada al estrés postraumático y a la sobredosis de narcóticos inyectada irresponsablemente por el médico de la cárcel.
El crimen organizado es un negocio ilegal con fines económicos y a los que participan en él se les llama gánsteres, mafias, redes o cárteles. Estos personajes se inscriben en la llamada shadow economy (“economía en la sombra”), aquella que no paga impuestos directos a los gobiernos legítimos, pero que necesita negocia con ellos para sostenerse. Los delitos más evidentes del pacto entre el Estado y los delincuentes organizados son la compraventa de armas, drogas y personas. Las actividades que caracterizan a estos infractores están perfectamente definidas por especialistas en seguridad: robo, fraude y transporte ilegal de bienes y personas, escribe la periodista en la introducción de su libro.
Esto es especialmente importante porque el narcotráfico ha dejado de ser “empresa” de un sólo producto. Cada vez más, los delitos del fuero común, la trata de personas, la desaparición forzada, la piratería, la esclavitud sexual y la pornografía infantil están vinculados al negocio de las drogas. Con o sin ellas, aunado a la impunidad y corrupción, han hecho crecer a la delincuencia, diversificado los delitos a perseguir.
Hablamos de los recursos humanos de la delincuencia organizada. De los que sostienen las ganancias de los delincuentes Aquí encontramos no sólo a los pobres, sino a los niños, las niñas, los hombres y mujeres jóvenes. Con un salario mínimo en el promedio nacional que no alcanza para la canasta básica, en esos hogares donde no existe la seguridad social ni para la gripa, donde no sólo no hay oportunidades de empleo si no rebasas la educación primaria, sino que el que hay dista de ser el trabajo soñado. En las ciudades donde 2,3,4 familias viven en 50 metros cuadrados. Ahí en el cerro de la Colonia Independencia cuyo territorio ha derribado cualquier franja invisible entre el narcotráfico y los habitantes no vinculados al negocio porque, simplemente, coexisten.
No puede pasar desapercibido que mientras no se eliminen las condiciones que propician la pobreza, ésta será determinante en el contexto social para alentar la violencia y la delincuencia. El Proyecto de Decreto para la Prevención Social de la Delincuencia y la Violencia en observación de la Comisiones Unidas de Seguridad Pública y de Estudios Legislativos, Primera, sostiene que desde principios de esta década, los indicadores en México demuestran que la edad más frecuente de los delincuentes fluctuaba entre los 12 y 25 años y que suma casi el 40 por ciento del total, es decir, la delincuencia sigue aumentando y cada vez son más niños los que incursionan a las bandas delictivas…, también especifica que se deben tomar en cuenta los problemas sociales, definidos por la degradación de valores, ramificación de la corrupción, disolución familiar y violencia doméstica, alcoholismo, drogadicción y pandillerismo, así como el desempleo y la marginación, para explicar dicho incremento.
Antanas Mockus, ex Alcalde de Bogotá, afirma que uno no nace violento, se hace violento. Queda claro que el ingreso a una carrera delictiva es en parte una decisión individual, pero es también un condicionamiento por parte de una violencia primaria, la que no garantiza ni la salud, ni la alimentación, ni la vivienda, ni el empleo como derechos humanos fundamentales para dejar de encontrar en el narcotráfico o el crimen organizado una puerta de entrada a la oportunidad.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece en su artículo 25 que:
Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios.
Mientras que en el 22 afirma:
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.
La prevención social de la delincuencia justo debe centrar los temas de la agenda en la puerta de entrada. Esa “economía de sombra” que otorga lo que la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos manifiesta. Historias sobran y, sin embargo, siguen sin ser parte de un estudio integral sobre lo que sucede en Nuevo León. El periodista Santiago Igartúa del semanario PROCESO recopila algunas de éstas en Colonia Independencia de Monterrey, en su artículo La Guerra vista desde la Infancia:
Quiero ser policía para matar a mi papá”, se escucha desde el fondo del salón. Aguda la voz, se estremecen la piel y el alma. La pregunta es inevitable y la respuesta del niño, clara, implacable: “Porque es zeta”. Los ojos se le llenaron de fuego.
Las historias de los niños, que van de los siete a los 11 años, golpean de tanta sangre, tanta muerte, tanta ofensa. Llega una detrás de la otra, como olas que rompen en las piedras. Las cuentan en primera persona. Ellos las sufrieron.
Los niños describen a los criminales con los que conviven como hombres que secuestran, extorsionan, cortan cabezas, desmembran, violan y venden droga. “Matan a los de su mismo equipo (cártel). Ya no tienen sentimientos. Se les hace el corazón de fierro”. Ganan mucho dinero y están “cerca”, por “todas partes.
(…) Un pequeño dice ser halcón, un vigilante al servicio de la organización zeta que alquila sus ojos por 50 pesos diarios. Tiene nueve años. Platica sin desparpajo: “Estás con los mira lejos (radios). Tienes que estar mirando que no vengan los federales o que no venga el ejército. Y si llegan a haber redadas, yo inmediatamente voy con ‘el pelón'”. Seductores el dinero y el poder, el alboroto fue inmediato entre sus compañeros, que no titubearon en cuestionarle. “Yo también quiero trabajar con ellos”, calaba el eco profundo.
Pero los problemas del antiguo San Luisito (Colonia Independencia) no comenzaron el día del reportaje de Santiago Igartúa. Hace ocho años, la poetisa regiomontana Carmen Alanís encontró este panorama haciendo trabajo social en la Colonia Tanques de Guadalupe, una zona marginada de Monterrey; justo donde ahora hay un alto nivel de muerte y violencia La ciudad del dolor, se titula su crónica:
Desde este escalón lleno de tierra, veo el centro de la ciudad de Monterrey. (…) Veo la Avenida Constitución, línea gris que no promete inicio ni término, con sus carros -como de juguete- a alta velocidad. Veo los hoteles de lujo, cuyas ventanas lanzan destellos de sol que encandilan; veo El Rey del Cabrito, que por la chimenea lanza un humo cuyo olor hasta aquí no alcanza, pero que seguro abre el apetito a quienes conducen esos carros como de juguete. También miro el Palacio Municipal, con su anacrónico estilo y su desalentadora monocromía. Sobresale el MARCO, que los miércoles abre gratuitamente sus puertas de vidrio, helado y grueso, a los otros, a esos que no pueden pagar la cuota establecida (…) Veo allá ese conglomerado de gente, propia y extraña; vehículos, austeros y de lujo; comercios, de pequeña o insospechada inversión; transacciones económicas, de unos cuantos pesos o millonarias.
Veo todo eso y yo aquí, casi tocando estos matorrales, este polvo de nunca acabar, este olor a leña ardiendo, estas fugas de pútridos líquidos, estos moscos encima de un gallo en descomposición, estos hongos que habitan las paredes húmedas, estos gatos que maúllan noche y día, estos asnos que cargan más de lo que resisten, estas casas de concreto, de madera, de papel, de viento, estos niños y niñas y jóvenes y adultos y ancianos que no tienen más casa que su tristeza.
En las cuestiones sociales se dice que no hay fórmulas. La vida colectiva es tan cambiante que parece casi impredecible, inestable, totalmente incierta. Pero, la violencia y la delincuencia están dejando las pruebas más importantes de que hay constantes en las sociedades que poco distan de ser parte de los diagnósticos. No existe la casualidad ni lo fortuito. No está la suerte de las pobres echada sobre la casa de apuestas de Dios o el universo. Porque si algo podemos aprender de este fenómeno social es que no puede haber avances significativos en la seguridad mientras no se resuelva sustantivamente la pobreza.
Las acciones, por tanto, de los todos los actores de este sistema (ciudadanía, empresarios, políticos, funcionarios, etc.) deberían dirigirse con mayor énfasis a la puerta de entrada a la violencia y la delincuencia. A la prevención que pocos seguidores genera porque, en apariencia, no resuelve el problema de inmediato. Actualmente, en proporción, sólo se destina 1 peso de cada 10 para este tema público a nivel federal.
Debemos recordar que el futuro es también presente y en esa medida tarde o temprano tendremos que asumir las consecuencias positivas o negativas de haber atendido a tiempo y en su momento las causas de los efectos. Porque mientras existan pobres, los “nadie”, esos de la “economía de sombra”, habrán reducidos resultados en la paz, el respeto a los derechos humanos y el incremento de la calidad de vida de los habitantes de las ciudades en el mundo.
En sus palabras de despedida en su columna Plaza Pública del periódico Reforma, Miguel Ángel Granados Chapa, quien siempre en sus escritos apostó por la dignidad humana, escribió:
Casi nadie entre los firmantes, y por supuesto entre los mexicanos todos, puede negar la terrible situación en que nos hallamos envueltos: la inequidad social, la pobreza, la incontenible violencia criminal, la corrupción que tantos beneficiarios genera, la lenidad recíproca, unos peores que otros, la desesperanza social. Todos esos factores, y otros que omito involuntariamente pero que actúan en conjunto, forman un cambalache como esa masa maloliente a la que cantó Enrique Santos Discépolo en la Argentina de 1945.
Con todo, pudo cantarle. Es deseable que el espíritu impulse a la música y otras artes y ciencias y otras formas de hacer que renazca la vida, permitan a nuestro país escapar de la pudrición que no es destino inexorable. Sé que es un deseo pueril, ingenuo, pero en él creo, pues he visto que esa mutación se concrete…
… Me cuesta escribirle lector(a), que fui pobre. Pertenecí a ese mundo del que hoy escribo. Puedo, entonces, decirle con franqueza que si a mí me hubieran dado a elegir los muchos años de esfuerzo que han implicado el de al menos llegar a la universidad o los 500 pesos y la AK47, quizá este artículo que usted lee jamás hubiera sido escrito con mi nombre. “Acabar con la pobreza no es un gesto de caridad, es un acto de justicia”, eso lo dijo Nelson Mandela. Justicia, por tanto, es combatir esas otras “muchas maneras de matar”.