Cinthya Araiza
“La religión es el opio de los pueblos…” K.Marx
Sería lógico pensar que la religión y la política son asuntos totalmente distintos debido a la dimensión que ambas abarcan. Por un lado, a la religión le concierne la espiritualidad y el alma del hombre, y por el otro, la política es una ciencia a la cual se le atribuye las cuestiones meramente terrenales tales como: el quehacer de los dirigentes y representantes de un país, la ambición material y el servicio social para el bien común de la sociedad. Sin embargo, tanto la religión como la política sí llegan a coincidir en varios aspectos y llegan a ser muy parecidas. Ambas instituciones, dependen del funcionamiento burocrático, además al interior de ambas, existe una gran variedad de ideologías que desafortunadamente difieren y pelean por ser acreedores tanto del poder divino, como del poder material respectivamente.
La poderosa fuerza conservadora de la Iglesia (hablando de la católica), es para muchos la mejor aliada del poder político, sobre todo en los Estados católicos. En México, el estado liberal presidido por Benito Juárez en 1867, declara que nuestro país fue establecido como Estado laico, que no mantenía relaciones jurídicas con la Iglesia católica de México ni mucho menos relaciones diplomáticas con la Santa Sede en Roma, contemplando a ambas como enemigas del Estado liberal. Era evidente que la razón por la que la separación completa entre ambos poderes, fue simplemente para asegurar la independencia del país con respecto a la influencia de los clérigos, sobre todo en la educación.
Se cree que el catolicismo, –religión que la gran mayoría de los mexicanos practicamos– guarda una relación estrecha (aunque algo perversa) con la política debido a su comportamiento. Muchos escépticos dan por hecho esta relación y concluyen que la línea entre lo espiritual y lo terrenal se ha ido borrando, al grado de inferir que ambas van de la mano y no sólo eso, sino que también se mezclan.
La religión desde un punto de vista de análisis crítico se ha convertido en una especie de tabú en nuestro entorno, sobre todo en la política. Hoy por hoy, cuestionarla ó atacarla sería prácticamente inútil e ilógico. Fue Nicolás Maquiavelo, uno de los más grandes críticos de la religión, quien cuestionara el poder del Papa y de la misma religión como fuente legítima de organización política en una sociedad de hombres. Esta crítica queda plasmada en su obra “El Príncipe” en donde expone que “el poder político no viene de Dios, sino de la sociedad, es decir de la gente”, haciendo a un lado a la Iglesia y cediéndole la autoridad legítima al poder político (en este caso un Rey), razón por las que fuera excomulgado. Para Max Weber, el sentido carismático atribuido a un líder ó jefe, depende mucho de sus seguidores, más que de las cualidades del mismo líder, desvirtuando así al Papa, pues son los miles de fieles guiados por la fe quienes le atribuyen la virtud de que el Papa es el representante de Cristo en la tierra. Para Weber, el Papa en turno juega el papel jefe de un Estado (el Vaticano) que lleva consigo una burocracia eclesial haciendo pues una comparación entre ambas religión y política.
Desde la época del Renacimiento la crítica a la religión se hace presente en obras de pensadores y filósofos, muchos de ellos perseguidos y excomulgados por la misma Iglesia. El proceso de lucha entre la razón y la fe, entre la ley del hombre y la de Dios, entre el derecho positivo y el derecho natural, culminó con la Revolución Francesa, instaurando así por primera vez, el Estado laico y democrático. Sin duda alguna, este suceso histórico marcó el comienzo de una nueva era, en donde la política intentó separarse por completo de la religión. Sin embargo, para muchos, el divorcio de dicho matrimonio no ha llegado a consumarse. Probablemente los autores del Renacimiento tenían razón en que los problemas que vivimos en la actualidad no corresponden a la religión, ya que se trata de cuestiones materiales, producidos por el hombre. Es válido que se recurra a la fe para apoyarse espiritualmente, pero, la solución no recae en la religión, sino en el terreno de la política, en donde el hombre es el autor y actor principal.