Drogas

José Leal

“Cuando desaparecen lo poderes no hay nada que impida el proceso de disolución social-darwinista.

Como en el medioevo, la seguridad física y económica de los individuos sólo está basada en su capacidad para defenderse a sí mismos y en su habilidad para traficar sin escrúpulos.”

Horst Kunritzky

 

El apogeo de las mafias mexicanas es el efecto combinado del debilitamiento crónico de las estructuras del Estado y el perverso incentivo económico que hay en la prohibición. El combate policiaco-militar contra las drogas no tiene beneficio práctico alguno para México más allá del aplauso, el dinero y las armas de Washington. La evolución acelerada en los índices de consumo y violencia lo demuestran: es imposible eliminar el mercado de las drogas sin violar grave y sistemáticamente las libertades de todos, consumidores o no. Sin duda la forma más rápida de detener la guerra de las mafias es eliminando el fenómeno económico que las hace financieramente indestructibles: la prohibición, al tiempo que se fortalece al Estado mediante las reformas fiscal y judicial pendientes.

Milton Friedman ha sido uno de los más influyentes economistas de nuestra era. Por ser uno de los principales ideólogos del neoliberalismo su opinión innovadora y contra corriente adquiere un significado especial. Friedman se ha revelado como uno de los principales críticos a la obstinación neoliberal por criminalizar las drogas. Explica la enorme distorsión económica que la prohibición produce y su efecto subsidiante de los grandes cárteles. Nos recuerda que la prohibición de licores en los años ’20 produjo los mismos efectos (pero en territorio americano) y que por ello fue derogada. El plan que Friedman plantea es a grandes rasgos el siguiente: despenalizar las drogas para que los precios y las ganancias de las mafias se desplomen; gravar la venta de drogas con impuestos que aprovechen al menos parte del margen que hoy solo abulta las alforjas de los traficantes y, por último, canalizar tales ingresos y los ahorros en seguridad (guerra en el caso mexicano) a prevención y tratamiento de adicciones, donde los recursos ofrecen mayor rendimiento en favor de la salud pública. [1]

La persecución policial, explica Friedman, es el elemento que magnifica el costo del componente de riesgo involucrado en el comercio de drogas, impulsando la escalada original de precios que fomenta rivalidad y violencia. Una vez que los patrones violentos se han establecido como las reglas de juego para la adquisición y vigilancia de plazas comerciales, el riesgo de esa violencia a su vez añade más utilidad al negocio en una espiral interminable donde riesgo es igual a rentabilidad, rentabilidad igual a violencia, violencia igual a riesgo. La intervención del Estado distorsiona una lógica simple de mercados que de otra forma se regiría por oferta y demanda, manteniendo niveles competitivos de precios y apenas una fracción de los márgenes de utilidad actuales. El desproporcionado negocio de las drogas radica precisamente en el premio que los consumidores conceden al los traficantes por tomar el riesgo de ser atrapados o abatidos por la competencia, literalmente. En éste contexto la presencia militar en los mercados solo garantiza la perpetuación de la violencia. Es por ello que muchas naciones del mundo (Estados Unidos entre ellas)  se han conformado con una política de doble estándar, abriendo espacios al consumo con estrategias de tolerancia que van desde programas de uso “medicinal” hasta la existencia de zonas de tolerancia explícita como en California, Holanda, Canadá y Dinamarca por ejemplo.

No se pretende desdeñar el problema creciente de salud, o sugerir que éste vaya a desaparecer junto con la violencia, pero es evidente que las adicciones no se curarán a balazos sino intensificando los programas de prevención y tratamiento con el dinero ahorrado en utensilios de guerra que ya no serian necesarios. El despliegue militar no es la respuesta al problema de las drogas; los fenómenos de militarización y auge de mafias son síntomas del debilitamiento sistemático del Estado. Otros efectos de esta debilidad son la corrupción, el predominio de los poderes fácticos y otros males que los políticos simplifican con una supuesta “descomposición del tejido social”, para lo que deberían llamar descomposición del Estado y hacerse responsables mediante legislación efectiva.

La legalización de las drogas no sería la principal o única medida para combatir la criminalidad pero haría desplomarse los precios y las estructuras financieras de las mafias frenando la violencia relacionada al tráfico en cuestión de días, como sucedió en 1933 al derogarse la ley Volsted que prohibía el alcohol en los Estados Unidos cuando, “tras cumplirse trece años de vigencia de la Prohibición, convencido el país de que sus resultados eran una abrumadora corrupción, injusticia, hipocresía, la creación de grandes cantidades de nuevos delincuentes y la fundación del crimen organizado, la Enmienda XVIII es derogada por la XXI y casi medio millón de personas pasan de la noche a la mañana a ser ciudadanos irreprochables y, como sucediera en la cruzada contra las brujas, nadie resulta responsable.[2]

Muchas opiniones temen que la derogación de las prohibiciones haría que las bandas criminales dediquen más tiempo al secuestro y otros delitos que verdaderamente dañan a víctimas inocentes, pero debe recordarse que las drogas representan  por mucho la mayor parte de los ingresos de estas bandas y que es con estos ingresos que tienen a policías y juzgados locales anegados de dinero. Con los recursos infatigables de las drogas los traficantes mantienen financiadas las milicias clandestinas que están sustituyendo al debilitadísimo Estado, ello les permite administrar los derechos para delinquir en sus zonas de influencia a bandas de secuestradores y chantajistas, redes de prostitución, etcétera. Nada  nuevo: el modelo de Capone a escala neoliberal. Sin el ingreso extraordinario de las drogas estas bandas recibirían un golpe a sus estructuras financieras del cual nunca podrían recuperarse, y los ahorros de ese combate a  al narcotráfico redundarían en un Estado mucho más fuerte y capaz de combatir aquellos delitos que, por cierto, si cobran víctimas involuntarias.

La empresa militar que Calderón exige a los mexicanos es una guerra civil -sin objetivos ni tregua- que debe lucharse salvajemente en las calles o dentro de la propia casa. Entre sus bajas se cuentan el traficante común, la víctima incidental y las libertades civiles más elementales. De pronto, la sociedad entera parece condenada por sus vicios a una limpieza moral por la que miles de ciudadanos encuentran ávidamente la muerte.


[1] “Free to Choose, a Personal Statement”; Milton Friedman 1980.

[2] “Historia General de las Drogas” Antonio Escohotado, 1998.

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